Ay, madre mía, si supieses cuánto
lamento el que me hayas concebido,
tal vez, por un momento, entenderías
lo que es llorar de veras por un hijo.
Porque si comprendieses un segundo
la finitud humana y su destino,
si comprendieses algo de la vida
no te hubieses quizás reproducido.
Mas tú ignorante vives, sorda y terca
encerrada en tus cosas sinsentido:
la cocina, el trabajo, las revistas…
sin abrir nunca en tu existencia oídos.
Yo, en cambio, observo todo con cuidado
y al sufrimiento búscole el sentido
a veces en los textos, otras veces
en las cosas pequeñas y lo efímero;
pero nunca descubro algún consuelo
al llanto agonizante de lo vivo.
Porque emes de creerme que la vida,
(a la que me trajiste sin permiso),
esta vida que odio y que lamento,
implica sufrimientos infinitos
no ya por lo que no se tiene aquí,
no ya por carecer de lo querido,
sino porque el total de la existencia
es partícipe toda de este ciclo:
nacer y envejecer para morir,
luchando por el pan en el camino,
guerreando por el sustento diario
y hasta matándonos cual enemigos.
A la dicha existencia me trajiste:
a la lucha, a sufrir, a ser testigo
del horror de la vida y de la muerte
para que todo acabe en el vacío,
para que todo se hunda en una mierda
innecesaria y muerta a lo vivido.
¿Para qué me trajiste a la existencia?...
Tal vez para aumentar los afligidos.
Pero nunca respondes a mi súplica
y siempre sales con algún esquivo:
es que tu necedad es invencible
y niegas y reniegas tu delito:
el quitarme la paz del que no sabe
los dolores que afligen a los vivos.
Ay, madre queridísima, cuánto odio
que seas una fábrica de hijos,
y cuánto me lamento de ser yo,
precisamente yo, uno de tus niños.