Pasaron, no sé, tal vez unos doce años desde la muerte de mi madre, hasta la tarde en que la mesa de mi hermano mayor le devolvió a mis ojos, un poco más gastadas y descoloridas, las figuras del mantel, que bordara bajo las sombras de los siempre verdes, mi madre.
Bordadas en punto cruz, hay dos niñas saltando la soga bajo la atenta vigilancia de flopy, mi perrita, la única de todos los animales que tuve en la vida, que dormía entre mis sabanas cuando llegaba el invierno, y que ella dibujara en el mantel tan solo para complacer mi alma de niña en el sitio justo donde me correspondía sentarme a la mesa.
Cuatro caballos mala cara, dos yeguas y tres potrillos, aún siguen su eterna ronda por los bolados, sobre la pradera verde y sin alambrados del mantel, deseosos de horizonte, tal como los soñara mi madre, que se acercó en recuerdos a secarme el hilo de lágrimas que surcaban por mi rostro, alejado de la infancia.
En el centro, que siempre cuidaba de no tapar con las fuentes, un jardín de rosas que aun disputan tres picaflores, a los cuales yo de niña contemplaba, temiendo que un día se volasen.
Cuatro de las seis servilletas que bordara, estaban apiladas en una de sus puntas y deje que mis manos fueran palpando cada una de las figuras que ellas contenían, con los ojos cerrados, un árbol en cada extremo, la de mi padre, dos escopetas cruzadas en un rincón y en el opuesto una perra de caza, la de Carlos, mi hermano menor, que de niño siempre tuvo afición por la cacería.
Un marco de rosas rococó, la de mi madre, a esa levante entre las manos, la lleve hasta mis labios, y en el beso más tierno que jamás ha dado labio alguno, resumí todos los besos florecidos en mis horas de melancolía.
En la cuarta las hamacas, una en cada punta, todas igual a la que mi tío realizara para Belquiz mi hermana, solo unos años mayor que yo, al fondo del patio, en el que encontró la muerte esperándola detrás de sus travesuras.
Rompió el murmullo de los recuerdos al acercarse mi hermano, diciéndome que el mantel era mío, que así lo deseaba nuestra madre al marcharse, pidiéndome perdón por haberlo retenido, mientras dejaba en mis manos una servilleta con mi figura de niña, sonriéndole a la flopy.
Solo me guardaré, las que tiene mis caballos, dijo, mientras rodaban nuestras lágrimas por las verdes praderas de los bordados.