Quise ahogar todas mis lágrimas
en un pañuelo donde
solo podía ver tu nombre.
Quise no darme cuenta
de que mis ojos eran capaces
de encontrarte
en los lugares más umbríos,
por el simple hecho
de hallar más lejos del horizonte
la luz que los tuyos me daban.
Quise que el silencio
fuera lo único que de mí se oyera,
para tratar de negarme
la única realidad en la que vivía.
Quise volcar en mis acto
la nobleza que en el corazón llevaba
y acabé marchitándome
en un llanto de afonía inevitable.
Abrí la boca sólo un instante,
y las palabras se volvieron mudas.
Mi alma es una incesante tormenta,
como un profundo mar
donde sus olas iracundas
quebrantan las últimas huellas
de un navegante olvidado.
Llevo por dentro un desierto
donde la arena nunca se viste
con la luz de un nuevo día,
donde sólo la noche y la Luna
se miran en el reflejo
de un amargo sentimiento
venido a mí
como el que nunca espera nada.
Aguanté todo este tiempo tratando
de alzar la voz
sobre aquella mirada de ciegos ojos
que por no querer ver,
nunca pudo ver nada.
Hoy tengo el corazón cansado,
incapaz de aguantar más sintiendo.
Permanecí desde siempre
aguardando la espera
de lo que el destino jamás podría darme.
Conté cada segundo, cada minuto, cada hora,
pensando en el tiempo que faltaba
para volver a ver tu sonrisa,
y ahora desisto en la eternidad
de mi último lamento.
Quise olvidar por un instante
lo que mi alma callaba entre sus versos,
y acabé dándome cuenta
de que estaba enamorada.