Zarandeé a la luna con esmero
hasta dejarla tirada
por los suelos del cielo.
Me llevé las manos a la cabeza
y me jalé de los pelos,
después rompí la camisa y grité,
grité dando bruscamente la vuelta;
fue entonces que el sol,
esperándome, paciente,
lanzó su rayo justiciero
que me dejó
fulminado
al instante
en el cieno.
Ten piedad de mi, oh gran sol,
fueron mis últimas palabras.
Pero no la tuvo, y me da igual,
sinceramente,
porque pude observar que
eso sí es
amor verdadero,
con esa demostración de entrega
y fidelidad me doy
en esta extraña vida
por satisfecho,
me voy
de esta sufrida vida
por derecho...