La resurrección de Cristo, al tercer día de su injusta crucifixión, es al mismo tiempo, el arrepentimiento del pueblo que lo condenó. Desde ese instante quedó la memoria de la humanidad impregnada de la sabiduría de un ser resplandeciente que predicó la paz, la solidaridad y el amor al prójimo.
El poder religioso del sistema político de Roma, no aceptó un liderazgo tan desafiante a su propia existencia. La irreverencia espiritual trastocó las legiones militares, las armas y estructuras de un Estado potente, inmisericorde e imperial.
Era inconcebible como un ser humano, confundido entre los humildes y desposeídos, pudiera llamar a la salvación, exaltando el amor, indicando a los poderosos la necesidad de compartir su bienes, demostrando que en la buena voluntad, pacíficamente, hay toda la posibilidad de una vida esplendorosa y feliz, sin acumular rencores ni violencia, concibiendo una sociedad donde ricos y pobres construyan un mundo mejor, donde la riqueza material no fuese causa de pobreza para los demás.
La alta jerarquía judía del Sanedrín, máxima autoridad religiosa de Roma, manipuló la opinión de los que decidieron la muerte de Jesús de Nazareth, al considerarlo blasfemo y falso.
Comprenden muy tarde el error y la infamia cometida contra el redentor. No entendieron sus palabras, su mensaje de paz, el amor que pregonó el mártir, hijo de María y del carpintero José.