Teníamos un mundo, digo yo
de bosques intrincados, una rústica cabaña
un perro viejo, siempre ladrando echado
y peces saltando en el arroyo frío
y neblinas puntuales, llegando cada tarde
desde el norte o este, me parece.
Teníamos un mundo, digo yo
con tiempo para leer los clásicos
y hacer reflexiones profundas de lo que nos rodea
o de aquello que fue, es, o será.
Y me decías de noche: ahora mismo estamos
tumbados en la hierba, mirando las estrellas
contándolas por brillo, aquélla que está allá
es, de todas, mi favorita. Era la mía también.
Pero tuvimos que llegar a esta ciudad
con grandes restaurantes, cafés en cada esquina
con compras agitadas de esos productos
que nunca se mantienen en las estanterías
y trenes subterráneos, incluyendo empujones
y miradas cansadas y perdidas al final de la tarde
que al llegar la noche, nunca ven las estrellas.
Lugares para dormir, hogares verticales
ruidos de las bocinas, semáforos dañados, griterías
una hilera de autos que nunca se desplaza
y el tiempo que no alcanza para llegar a casa.
teníamos un mundo, digo yo.