El hombre es prueba y error.
Vive porque le han regalado una vida -sólo una-
y flota sobre ella como espuma de mar.
Toda su suerte cuelga como hamaca de ñandutí
entre que nace y muere;
en ese delicado y duro tejido transcurre su historia.
Camina, come, habla, corre, juega, lee,
inventa, pinta, escribe, se enamora…muere.
En cada paso está él, frente a él, con él,
entregándose a sus instintos
resolviendo sus miedos
embriagando su placer.
El hombre quiere, pero a veces no alcanza.
Piensa en la vida prestada y a veces llora.
Se angustia porque vive rodeado de gente
en su íntima soledad, está ahí y nada más.
Entonces sale, construye puentes y rimas,
busca tesoros en cada esquina,
encuentra flores con espinas.
El hombre no es, hasta que le pasa.
Cree en lo que ve, y sueña con dios.
Descubre la noche por casualidad y se enamora;
vuelve a flotar.
Cae rendido en los brazos del amor, conquista
su alma par y vive bailando,
pidiendo a la luna que no se acabe
que todavía puede darle un beso más.
El hombre arriesga: gana y pierde.
Se equivoca, y no siempre aprende.
Con el paso de los años empieza lentamente
a recordar con nostalgia el pasado;
la memoria es fuerte y el cuerpo enferma.
Los cuidados cambian, mamá ya no está.
El rostro se nutre de arrugas,
el blanco va ganando los cabellos
y el Tiempo no para, no regresa, es ahora.
El hombre que nace debe morir.
Se acuesta en la cama y dice adiós,
cierra sus ojos y el corazón se apaga.
Vive para morir, muere porque vivió;
el hombre de la tierra es así:
un habitante temporal
que a veces ríe y otras no
que a veces quiere y otras muere.