Una noche joven
que empezaba a envejecer
nos llevó como una ola
en un mar bravío
salpicados por una llovizna
a una mesa redonda y solitaria de un bar
de la calle Padre Ayala.
En tan sólo treinta y tres minutos
llovieron bajo el techo oscuro
miradas con lujuria
frases con deseos
caricias con fuego
y empujones al desnudo.
Sentados allí
empezó aquel roce de pieles
que ahogó mis dedos en su placer
sus labios dejaron su marca
impresa en todo mi cuello
y su boca hambrienta
terminó llenándose de mí.
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