Todo está tan calmo que parece dormido; mientras una luz rosada teje entre las plantas
su brillante trama, acariciada por los besos de la brisa que lenta se despereza. Hay tanta
armoníaque me atrapa en su tela mágica.
Como campanillas alocadas, llegan a mi alma los recuerdos de las tardes de mi infancia en
compañía de la abuela.
Chiquitita; traviesa; curiosa y con asombro en la mirada, descubro cada secreto que el jardín
guarda celoso.
Observo esas hojas con agujeritos que tanto preocupan a mamá, son calados bordados por los caracoles
que babosos se esconden en su caparazón casa, cuando descubren que los miro.
Divertida encuentro bichitos gris oscuro, que se hacen bolitas cuando los toco. ¡Allí está la aventura!,
gateo en la espesura para atraparlos y colocarlos en un tarrito, para contarlos luego.
¡Qué sorpresa...!, una vaquita de San Antonio, con sus manchitas negras decorando su capa colorada,
me llama desde las hojas esmeraldas, para que le ponga un dedo y pueda trepar a mi mano, contenta
la dejo pasear y luego la llevo a la otra mano. Por un rato quedo estaciada con su paseo, pero, de pronto
se aproxima una mariposa que tiene un arco iris en sus alas, ¡Es tan bella y etérea su figura...!, que a
la vaquita olvido.
Corro para atraparla cuando detiene su vuelo sobre la majestuosa rosa, pero..., sus alas son tan frágiles
y volátiles sus colores, que desaparecen en un instante.
Mis ojos desilusionados se llenan de llanto, cuando la abuela llega a consolar mi tristeza. Me explica que
ellas son muy celosas de su belleza, por eso cuando se las toca se rompe el hechizo de su encanto.
Desde entonces admiro las flores y observo sus vuelos sin intentar tocarlas, para que su colorido se
extienda por el cielo como lo hace el arco iris luego de la lluvia.