Una tarde descansando
a la sombra de un ombú
escuchaba una milonga
de alelíes y de amor,
cuando vino una señora
con la cola redondita,
una canasta en la mano,
una rosa en el ojal,
y cantándome al oído
me contaba desventuras
de mañanas sin retornos
con auroras del lugar.
Y la pampa se extendía
desde el árbol que crecía
y rodaba dulcemente
hacia el río y el canal,
en lo alto el sol brillaba
descansando al mediodía
con colores imposibles
que achicharraban la mente
derritiendo la alegría
y se hundían en la piel,
en los huesos, en la carne,
en la cara y en los ojos,
en la boca y la nariz.
A la sombra del sombrero,
con sol suave en Canadá
me agiganto en la nostalgia
de una pampa inmensa
y larga
que se lleva con la brisa
los recuerdos de mi infancia,
cuando piedras eran piedras,
el rocío era de agua,
cuando el sol no molestaba,
cuando el viento se entibiaba
acariciando mi cara
y los rayos de la tarde
se alargaban en poesías
de poetas sobrehumanos
entrándome en las entrañas
de mi espíritu inocente
repitiéndolas sin pausa
al pedir de la maestra,
con mediodías sin treguas
después de mañanas largas.
Con viñedos de uva sana,
las guindas y las cerezas,
las almendras y avellanas,
las granadas y naranjas,
los duraznos y damascos,
los oleandros con flores
rosas, blancas y amarillas
en la esquina de la quinta,
una planta de laurel
que hacia el cielo se agrandaba
al lado de las hamacas.
La ligustrina crecía
aunque yo podaba siempre
con tijeras afiladas,
mientras avispas zumbaban
con intensiones malsanas
alrededor del terreno
lleno de sombra de plantas.
Me acuerdo de los amigos
con los que iba a la playa
a pescar con los gusanos
para el anzuelo en la caña
que había juntado antes
con el pico o con la pala.