La lágrima vertida
por el ojito único
acomodado
en tu triste cara
de niña
pasó
consecuentemente
al subsuelo
del desierto yermo,
y fue así que éste
se transformó
en fértil bosque
musicado de fauna...
Y tú, tumbada
en la hierba fresca,
exclamaste
con hondura
que
no hay mal
que por bien
no venga...
Y tú, gozosa,
no volviste jamás
a la ciudad
del mayúsculo ruido...