Derrumbado sobre un
chirriante sillón de cuero,
tan viejo como las
profundas arrugas que
surcaban el rojizo rostro,
el hombre se abstraía en
la solitaria, callada y
fría buhardilla.
Hasta allí le llegaba el
hedor de la abubilla con
cresta alta y que,
con astucia trabajada,
acechaba incautos insectos.
El recordaba los años de
payaso y cuando la
despiadada audiencia
abucheaba los errores.
Se sobreponía abstrayéndose
para no llorar de pena
y rabia.
Podría haberse frustrado
y hasta abandonar no
solo el extenuante arte,
sino hasta la herramienta
del pan.
Era abstemio aun cuando
vivió entre vicios
y desquiciados.
“¡Malditos!” abroncaba
de vez en cuando.
Caminó abstracto,
como un número en la
escala geométrica.
Siempre vio las cosas desde
la óptica absurda.
Encontraba la vida sin gusto,
vacía y tan amarga como
paladar desdentado.
Victima de abulia,
se perdía en ideas que una vez
tuvo por productivas,
altisonantes e incendiarias.
Por momentos se incorporaba
y pasaba temblorosas las manos
sobre el viejo retrato familiar
celosamente guardado.
Era entonces cuando
tristemente lloraba.