Hace muchos, muchos años, vivía en una aldea lejana, en el corazón de la Gran Sabana; un joven llamado Kasanak. Desde muy niño admiraba al curandero del caserío, por su poder de curar a través de las plantas. El nombre del curandero era Piaima.
Kasanak pidió a Piaima que le enseñara su arte. Este aceptó con mucho gusto no sin antes advertirle que se necesitaba mucha dedicación y disciplina. Kasanak aceptó el reto y se puso a trabajar duro. Las hierbas eran su vida.
Con mucha paciencia Piaima comenzó a enseñar a su alumno Kasanak. Le enseñó a distinguir las diversas plantas y su función. Aprendió a combinar raíces, cortezas, hojas, hierbas hasta crear pócimas que eran milagrosas. Una llamada “hierba mala”, si era utilizada en su justa medida, podía curar en vez de hacer daño o hasta matar. Kasanak se admiraba del poder de sanar o destruir que había aprendido con el tiempo.
El pobre Piaima llegó al final de su vida y dejó a Kasanak como su sucesor. En su lecho de muerte habló con el joven y le dejó un apreciado consejo.
– Kasanak– comenzó a hablar con un hilo de voz – siempre te he querido como a un hijo, el hijo que nunca tuve. Estoy llegando al final de mi vida. Todo tiene su principio y su fin en este mundo. Te he enseñado todo lo que sabía. Sigue profundizando en tus conocimientos. Tienes un gran don. Recuerda que las hierbas no son ni buenas ni malas en sí, todo depende de cómo las dispongas. Tienen una gran poder y lo has experimentado. Pueden sanar o matar, regenerar o destruir, todo depende de su combinación. Nunca utilices tu don para hacer mal. Sabes que lo puedes hacer, pero nunca, óyeme bien Kasanak, nunca la utilizarás para dañar a nadie, ni siquiera a tu peor enemigo – comenzó a toser. Kasanak tomó sus manos entre las suyas. Después continuó su discurso – No desprecies a nadie y tampoco te compares con ninguno. No eres superior o inferior a ninguno, eres simplemente diferente. En tu diferencia está tu grandeza. Sé tu mismo haciendo el bien por donde vayas.
Piaima se fue apagando lento, parecía una de esas velas que poco a poco llegan a su fin. Murió con una sonrisa en sus labios. Su rostro era sereno. Había muerto en paz y sobre todo, tranquilo con su conciencia. A su entierro asistieron muchos de los caseríos cercanos. Nunca en su vida Kasanak había visto tanta gente reunida. El cariño, el respeto y la admiración por el viejo Piaima era evidente. En esa ocasión conoció a otros curanderos y supo que de vez en cuando se reunían en Pampatamerú, un caserío no muy lejano de donde él habitaba. Fue invitado a los encuentros y él aceptó la invitación.
El próximo encuentro tuvo lugar a los dos meses del entierro de su maestro. A Kasanak le gustó mucho aquel encuentro. Le permitió conocer a gente de diversos lugares y culturas. Cercanos y lejanos con técnicas diferentes que fueron enriqueciendo su don. En alguna ocasión alguien le hizo ver sus errores en la combinación de alguna brebaje y él los corrigió. Así pudo mejorar. Agradeció aquel gesto, pero también tuvo la experiencia contraria. Aprendió a distinguir quien se le acercaba por su bien y quien era movido por la envidia u otro sentimiento negativo.
Habían grandes curanderos en el grupo que se caracterizan por su erudición, pero les faltaba la humildad. Cuando estaba delante de uno de ellos, recordaba las palabras de su maestro Piaima: “No desprecies a nadie y tampoco te compares con ninguno. No eres superior o inferior a nadie; eres simplemente diferente. En tu diferencia está tu grandeza. Sé tu mismo haciendo el bien por donde vayas”.
El comportamiento inadecuado de estos “grandes de la hierbas”, comenzó a escandalizar a otros, los cuales se alejaron del grupo. Perdiendo la gran oportunidad de crecer, de mejor, de darse a conocer y hacer amistades. Personas sensibles y con un gran corazón. Cosa que le entristeció, pero cada uno es dueño de sus actos.
Por encima de todo valoró aquel lugar de encuentro y de crecimiento. Valoraba a tantos otros curanderos y curanderas que asistían y buscaban lo mismo que él. Eso le dio la fuerza necesaria para seguir y resistir a la tentación de abandonar.
En ocasiones ni los mismos curanderos estaban conscientes del poder que tenían en sus manos. El gran potencial que tenían y eso mismo se les escapaba de sus manos.
Kasanak siguió curando, mejorando su técnica. Enseñó a muchos otros como en otrora hiciere con él Piaima. Dicen los de su caserío que un día partió. Lo vieron dirigirse al Roraima de donde nunca más volvió. Unos dicen que murió, otros dicen que desapareció, para mí, que en un gallito de las rocas se convirtió y en medio de la selva feliz y contento sus días consumió.
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