Amanecí en este mundo
desde un mar cálido y amigo;
acurrucado en una playa
desperté con fuerte llanto.
Mientras golpeaban mi cuerpo
pude abrir por un momento
los húmedos ojos doloridos
para ver un mundo al revés,
sin ningún parco sentido;
y volví a llorar, llorar, llorar…
Se hundieron mis primeros pasos
en la arena de aquella playa,
me abrasaban los pies,
me ardía la garganta
de gritar y gritar mi nombre.
A contracorriente de los ríos,
me dirigí tierra adentro,
olvidándome de aquel mar,
abandonando su felicidad;
y anduve, anduve, anduve…
Me crucé con otros semejantes,
hombres y mujeres sedientos,
con alegrías en las caras,
con penas en las entrañas,
con sonrisas en los labios,
con sollozos en el alma;
y busqué, busqué, busqué…
Pasé mi vida buscando
con cefaleas y neuralgias
sin encontrar lo buscado,
perdido en los bosques,
mirando feliz el trozo de cielo
que se me tenía asignado
y sufrí, sufrí, sufrí…
Ahora, después de medio siglo,
en el atardecer de mi vida,
casi amnésico, desfallezco abatido
junto a un gran acantilado
donde ingrávidas gaviotas
me gritan algo que no entiendo;
y gritan, gritan, gritan…
Mas te oigo a ti, mar,
rompiéndote contra las rocas,
convirtiendo el azul del cielo
en impoluto blanco;
acariciándome el cuerpo
con una brisa de verano;
y me llamas, me llamas, me llamas…
Construiré un pobre esquife
con los despojos de mi vida,
y me adentraré en tu cuerpo,
en tu cálido y amigo cuerpo,
¡oh mar!, con el norte
siempre en el horizonte
hasta alcanzar al final,
dentro de ti, el firmamento;
y descansar, descansar, descansar…
por siempre descansar.