Llevo un ataúd en los dedos
y un caleidoscopio de muertes
girando como chispas vivas de
colores, sabores, olores vivos;
cargo todo el pesar humano en la palma,
las entrañas que arden de pura hambre,
sus versos que mueren quemándose lento.
Quiero, arriesgo, muerdo, y por dentro
un escozor de mil larvas de fuego
bebiendo de mi carne, mis huesos secos,
de mi memoria larga y desnuda,
de mi pulso pálido y ácido.
Instinto de escribir, intento de palabras.
Escribo por el azúcar que segrega lo siniestro,
por habitar el paralelo último de la ficción,
para estrellarme contra la aduana del delirio,
y morir todas la vidas humanas
y pedir un cementerio de papel por navidad.
Busco la violencia más bella,
la fuerza del rayo abrazar; subir y bajar;
regalarme millas de asombro puro, de experiencia muda,
kilos de juventud inefable, litros de ladrido ebrios,
años de regar el vacío con fuego,
años que hoy, y nunca otros.
Pegado a mis dedos la muerte ríe.
Y yo, carnicero del alma, le confieso mi jardín
de espinas, de voces agujereadas al sol,
para que escuche mis flechas idas
y me preste su pecho blanco abierto
donde mi razón pueda latir más
latitudes desordenadas, más aullidos perdidos.