La muerte se mostraba con un aspecto sórdido,
queriendo eximir a los alvéolos de su puja agónica
en un proceder nada oneroso,
guadaña en mano,
como alguien pudo imaginarle alguna que otra vez.
La piel traslúcida pareció estremecerse
con la llegada del óbito
y los párpados cansados descubrieron las tétricas pupilas.
El aliento se fue apagando
tras la venida
y en un espasmo de músculos aterrados
el cuerpo sucumbió al terrible acoso.
Pero en el colofón alguien pudo exclamar:
¡Ha muerto el poeta!
Y el deceso traumado
por la celeridad del aborto
escapó ingrávido,
en un torbellino de luminiscencias,
dejando sobre el lecho
la mano febril,
enhiesto estandarte,
abrazada a la pluma.