No me des las llaves del cielo,
tampoco me des las del infierno;
prefiero el sendero del paraíso
con sus frutas prohibidas
y su cielo añil.
No me des el día mitad de febrero
ni me des el último de diciembre;
prefiero el cuarenta de mayo
para quitarme el manto
que me cubre aquí.
No me des la vejez no querida
ni me des tu último consejo;
prefiero la mar embravecida
golpeando las orillas
de mi alma tan vil.
No me des palabras ya usadas
ni escritos y poemas viejos;
prefiero la muchacha en celo
que invade mis anhelos
de poseerla al fin.
No me des tu último testamento
ni me des tampoco el sacramento
con oraciones malditas;
prefiero las palabras marchitas
que huyeron de ti.
No me des el más bello verso
que humano no hubiera creado
ni me des tu mejor aguacero
ni tampoco diluvio de verano
sino la lluvia de abril.
No me des espada victoriosa
ni de Damocles o de quien sea;
prefiero el cuchillo hogareño
que corta el pan sin dueño
y que se siente feliz.
No me des, Señor, lo que no te pido,
ni quieras ser mi amigo;
prefiero que seas el padre
que me proteja en la calle
de mi otro Caín.