Nos enamoramos de la Luna. La admiramos ínfimos, desde atardeceres rosas, noches de copas y silencios compartidos, desde la misma soledad o la verborragica muchedumbre.
Ella. Infinita. Inalcanzable. Mágica. Nos seduce con su cuerpo semidesnudo, acariciado por la luz, gentil cómplice de nuestros ojos, que se regocijan excitados ante semejante obscenidad.
Todo es bello. Perfectamente imperfecto. Y desearíamos llenarnos de polvo la boca y el sexo. Flotar, girar, irnos y volvernos, respirarla y exhalarla. Una y otra vez. Hundir nuestros dedos en sus agujeros y nuestra cabeza, y entonces, extasiados, reposar sobre sí.
Sin embargo. Pobres. Utópicos. Soñadores. Ilusos. Amadores por partes. Seres incompletos.
Alguien se preguntó alguna vez qué habita en su oscuridad?: el silencio. De haberlo visto todo, escuchado todo, desde su podio, por los siglos de los siglos. Cómplice de juramentos rotos, de noches de vela y de nostalgia. De dolor y muerte. De gritos e indiferencias.
Belleza y perversión. Entera y por partes. Manipula nuestro mirar.
(Igual que vos, que yo, que nosotros).