J. R.

Viento

Viento, ídolo de mi obsesión,
cuánto te envidio,
que acaricias cuando amanece
sin que se queje al lirio,
si te levantas, si te apetece,
y te empapas de su sustancia lila.
Eres nada allí donde quieres,
por eso te admiro: eres la vida,
eres todo en mi ciudad,
por eso te conozco y te escribo.

No presumes y no careces:
aunque te metas entre sus sábanas
y las destapes a tu gusto,
aunque las calientes una y mil veces
no te canta las cuarenta
ninguna de todas esas sotas.
Viento todopoderoso,
tú decides sin goma de botas
hacia dónde caen las gotas
de la lluvia, no tienes rival
al guiñote.

Bajas a las montañas,
les arrancas la tierra, rellenas el valle.
S
ales del bosque, me bañas en resina,
husmeas entre la malta,
te llevas el polvo de mis pies a otra mina
y eliges el color del vino.
Viento, contágiame,
tú sí te sabes alisar el camino.

Si has colgado nubes ante la luna
doblas las farolas
e iluminas tus paseos nocturnos.
Luego te vas y dejas la helada oscura.

Si te molesta la niebla la arrinconas
y cual fiera la despiezas. La destrozas.
Calmas, cuando quieres, a las olas
y caminas sobre la mar. Dejas
que tus huellas se borren solas.

Y así te busco,
pero así no te puedo encontrar.
Me sorprendes, me asustas, crujes,
aúllas, me empujas, te escondes,
y no es que yo no sepa ganar…
Viento, eres un mal perdedor,
contigo no se puede jugar
a las tinieblas.