Es cuando te sientes más vulnerable,
cuando llegan todos los problemas
con los que se te olvidó lidiar
y te miran a los ojos y sonríen,
porque tienen el camino despejado
para machacar los sueños que tenías
mientras los ibas apartando de tu vida.
Es en ese momento de desesperación
cuando intentas llegar a las manos
con esos problemas que olvidaste,
pero es demasiado tarde para vencer,
porque se han hecho fuertes en tu vida
y no quieren abandonar el único ápice
de atención que han logrado que les prestes.
En ese momento tendrías que pensar
en las decenas de razones que tenías
y en las escasas razones que te quedan
mientras persigues estereotipos desfasados
entre las calles de una ciudad que no conoces,
mientras persigues locuras transitorias
y a los locos que las promueven,
y, para entonces, esos problemas que decías tener
y sufrir más que ninguno, serán polvo,
como el polvo que se llevan los suspiros
que exhalaban los locos de atar que conociste
y que esquivabas al cruzarte por la acera
de esa ciudad que te desheredó
con la sangre fría, tan fría y seca
que aún siguen marcadas a fuego las páginas
de aquel libro que dejaste a medias
en aquella estación que visitabas a diario.
Y es en ese momento cuando comprendes
que has perdido más de lo que pensabas,
pero ya de nada sirve llorar, de nada sirve,
pues has sido siempre el desconocido
que ahora reconoces y aceptas
para la misma gente para la que parecías importante
o que fingía, porque fingir es una lacra
que nos afecta a todos los que hemos visto
perderse teléfonos y nombres
entre la maraña de dichos y frases y versos
que hemos ido dejando atrás.