Por Alberto JIMÉNEZ URE
Infante inquisidor como fui,
Un día pregunté a mi madre
Por cuál causa las mujeres
[En la casa donde vivía y escuela]
No permitían que nadie, niño u hombre
Las acompañase a «retretes» o «excusados»:
Asegurándose hundirle bien
El botón a picaportes conforme
A sus totémicos aprendizajes.
-«Los chicos no tienen por qué saberlo»
-Con enfado y fastidio, sentenció.
Sublimaba a todas las féminas,
Y, formidablemente, a mi progenitora:
Por ello persuadí que ninguna orinaba:
Que con esa bochornosa
Necesidad fisiológica
De expulsar fluidos
Alguien sólo nos había
Hecho a los varones
para purgar alguna condena.
No sabía si a su imagen y semejanza,
Porque nunca me inquietaron
Las estupideces de origen teologal.
Empero, un sábado cualquiera,
Vi un grupo de niños disputarse
La mejor posición para mirar
Hacia el interior de una karpa
Que alguien había armado
En uno de los campos de golf,
Rigurosamente podados,
Como parte de traspatios
Residenciales a la usanza yanki:
Construidos por la transnacional
The Creole Petroleum Company.
De prisa, fui hacia allá.
Quise mirar lo que ellos
E, impactado [que,
Igual, presa del estupor]
Vi a quien fue mi primera novia
Sin su «short» ni pantaletita:
Orinaba en el césped, oculta
En la colorida tienda de campaña.
Despertándole una lascivia temprana
Al resto de mis compañeritos de escuela,
Pero deprimiéndome fatal y sempiternamente.
Ese día aprendí no sublimar,
Sino aceptar que la realidad
Debía regir mis razonamientos:
Y, jamás, los anhelos impulsados
Por la imaginación distinta de un
Obviamente precoz hacedor de ficciones.
En el curso de mi existencia,
He seguido amándolas, divina, afortunada
Y profundamente: porque no son santas ni yo
Pontifex cuando el sexo altera nuestros sentidos.