gaspar jover polo

El hundimiento

 

EL HUNDIMIENTO

 

Enviste la tormenta el palacete

de la reina,

confirma su interés

por devastar la esbelta escalinata

el lago artificial,

el torreón e incluso la capilla,

la torre de la iglesia

con las cuadras. Y ya no queda mármol

suficiente en la reserva.

Qué más quisiera el conde

dormido entre limones

o en la sala de estar encopetada.

Crecen los penachos de hierbas y de arbustos

contra el cielo abombado,

truena el nuevo caudal,

avanza el minucioso jugo

de la miel de las abejas

hasta oxidar la cerradura

regia, los rayos y los trueno

se engalanan.

Pero qué hermosa

la oquedad

recién abierta, qué amplia la avenida

devastada.

Y el agua que pasa

en incontables gotas

por encima del mueble

estantería, del mueble

tocador, del mueble mesa.

Los escarabajos

ya no sufren con el gran trabajo

de llevar a cuestas,

y es que la lluvia

es naturalmente bondadosa.

 

La reina se queda sola

entre el agua de lluvia que circula

y se cuela entre las tejas.

Ya abronca el mayordomo

real a la cuadrilla,

pero todo da igual,

el viento bufa y bufa,

y el ritmo del naufragio se acelera.

En el encierro, dubitativa,

anda

entre espadas yacentes

la primera dama. Y  se agita convulsa

pues no sabe avanzar sin muros, sin ventanas.

La reina envía a su corte

a combatir el estropicio.

Pero la fuente del jardín ya no resulta

un surtidor inagotable de belleza.

 

Las amarillas fauces de la lluvia

desmontan la gramola:

hasta a dos metros del suelo,

hacen crecer la fronda.

No se sostiene erguida,

sufre un desmayo sobre la estatua ecuestre

la jovencísima princesa. Y un arbusto

se ha puesto ya a su altura.

 

Con el gesto facial paralizado

la voz dominadora se acatarra.

Pero los accidentes no son nunca

un deshonor, una vergüenza.

 

También

las lagartijas menores

y mayores ponen todo interés

en lo que ocurre, no dejan huecos

que ocupar en la montaña

de escombros, de cascotes

y de partidas vigas.

 

¡A las ventanas todos, a las

puertas! ¡Disimulad cuanto

podáis el daño

en las paredes nobles y en las tapias!

Las raíces callosas

cuartean las losetas.

Se ofuscan las ventanas

con helechos que crecen

de forma primorosa, y ya

no se divisa la plantación floral

con surcos de claveles

y gardenias. Retumban

las trompetas, resuena la

fanfarria. Sigue manando, sin embargo,

el chorro elemental

que a todo alcanza.

 

La tormenta se ahonda y precipita:

una gárgola amarilla se despeña,

con estrépito y produce

una honda sima

en medio de la alfombra.

 

Escasea el alimento, sube

el pan, la fiebre, bajan de una nube final

los nuevos inquilinos, los hombres santos

los ermitaños y las moscas.

Y con todos estos, las arañas.

 

Palidecen los arriates de las rosas

se momifica el busto

antes parlante y la oquedad tan

profunda se lo lleva,

hasta el fondo con obsesión

maligna. Las cacerolas flotan

en el fango como almas desahuciadas.

Es un esfuerzo improductivo, a contratiempo:

sobre el altar, se ofrecen

sacrificios, ruegos, misas.

Son tantos los arbustos interpuestos,

que los caballos se espantan y desbocan

y el edificio principal se puebla

con historias de fantasmas.

Limitan los palacios 

con la claraboya del cielo por arriba.

Por la carroza que se aleja

al trote,

saluda el movimiento de la mano

pálida y enclenque del delfín,

casi traslúcida.

 

 

 

 

 

 

 

Gaspar Jover Polo