EL HUNDIMIENTO
Enviste la tormenta el palacete
de la reina,
confirma su interés
por devastar la esbelta escalinata
el lago artificial,
el torreón e incluso la capilla,
la torre de la iglesia
con las cuadras. Y ya no queda mármol
suficiente en la reserva.
Qué más quisiera el conde
dormido entre limones
o en la sala de estar encopetada.
Crecen los penachos de hierbas y de arbustos
contra el cielo abombado,
truena el nuevo caudal,
avanza el minucioso jugo
de la miel de las abejas
hasta oxidar la cerradura
regia, los rayos y los trueno
se engalanan.
Pero qué hermosa
la oquedad
recién abierta, qué amplia la avenida
devastada.
Y el agua que pasa
en incontables gotas
por encima del mueble
estantería, del mueble
tocador, del mueble mesa.
Los escarabajos
ya no sufren con el gran trabajo
de llevar a cuestas,
y es que la lluvia
es naturalmente bondadosa.
La reina se queda sola
entre el agua de lluvia que circula
y se cuela entre las tejas.
Ya abronca el mayordomo
real a la cuadrilla,
pero todo da igual,
el viento bufa y bufa,
y el ritmo del naufragio se acelera.
En el encierro, dubitativa,
anda
entre espadas yacentes
la primera dama. Y se agita convulsa
pues no sabe avanzar sin muros, sin ventanas.
La reina envía a su corte
a combatir el estropicio.
Pero la fuente del jardín ya no resulta
un surtidor inagotable de belleza.
Las amarillas fauces de la lluvia
desmontan la gramola:
hasta a dos metros del suelo,
hacen crecer la fronda.
No se sostiene erguida,
sufre un desmayo sobre la estatua ecuestre
la jovencísima princesa. Y un arbusto
se ha puesto ya a su altura.
Con el gesto facial paralizado
la voz dominadora se acatarra.
Pero los accidentes no son nunca
un deshonor, una vergüenza.
También
las lagartijas menores
y mayores ponen todo interés
en lo que ocurre, no dejan huecos
que ocupar en la montaña
de escombros, de cascotes
y de partidas vigas.
¡A las ventanas todos, a las
puertas! ¡Disimulad cuanto
podáis el daño
en las paredes nobles y en las tapias!
Las raíces callosas
cuartean las losetas.
Se ofuscan las ventanas
con helechos que crecen
de forma primorosa, y ya
no se divisa la plantación floral
con surcos de claveles
y gardenias. Retumban
las trompetas, resuena la
fanfarria. Sigue manando, sin embargo,
el chorro elemental
que a todo alcanza.
La tormenta se ahonda y precipita:
una gárgola amarilla se despeña,
con estrépito y produce
una honda sima
en medio de la alfombra.
Escasea el alimento, sube
el pan, la fiebre, bajan de una nube final
los nuevos inquilinos, los hombres santos
los ermitaños y las moscas.
Y con todos estos, las arañas.
Palidecen los arriates de las rosas
se momifica el busto
antes parlante y la oquedad tan
profunda se lo lleva,
hasta el fondo con obsesión
maligna. Las cacerolas flotan
en el fango como almas desahuciadas.
Es un esfuerzo improductivo, a contratiempo:
sobre el altar, se ofrecen
sacrificios, ruegos, misas.
Son tantos los arbustos interpuestos,
que los caballos se espantan y desbocan
y el edificio principal se puebla
con historias de fantasmas.
Limitan los palacios
con la claraboya del cielo por arriba.
Por la carroza que se aleja
al trote,
saluda el movimiento de la mano
pálida y enclenque del delfín,
casi traslúcida.
Gaspar Jover Polo