andrea barbaranelli

Infierno

 

Ciertamente mi cara estaba desfigurada,

las sienes despobladas arrugadas por el esfuerzo,

pequeñas manchas moradas afloraban en la piel de las manos

y las manos temblaban, pero no de emoción

sino sólo por ser débiles y frías y demacradas,

pero como si fuera una ilusión de los sentidos

en la puerta una mano me agarró del brazo

y el viento de la rambla me empujó contra los vidrios

así que vi mi cara reflejada en los vidrios

y entendí que la mano que me sujetaba era su mano

y hubiera querido morirme antes de mirarle los ojos

antes de permitirle que viera mi cara

y mi cuerpo destrozado, embutido en el traje de franela

(¿Podría desvestirme, exhibir la obscenidad de mi desnudo?)

 

¿Y por qué consentir, después de cuarenta años,

que ella me viera en el acto ineficaz de abrir la puerta del pasillo ciego

con dedos temblorosos estrujando la llave,

dedos manchados de nicotina y uñas carcomidas,

y la torpe pesadez de las piernas en la puerta?

 

En los vidrios de la entrada no vi su reflejo.

Sólo su mano apretándome el brazo,

sólo el viento de su paso alado y el olor inconfundible

de su piel a través del abismo de los años.

 

En el apresurado atardecer del estuario

que invade las calles quemando las fachadas de las casas

y encendiendo los ojos de los peatones

como si fueran llamas en un desierto de fuego,

yo, que ya no conozco ni misterio ni movimiento,

he sentido el fantasma de una mano apretarme los huesos

y el fantasma de una piel con su perfume fantasma.