Padre mío, padre mío,
siempre te vi en los
rocíos de las mañanas
cuando salías al camino
con tu voz dulce atada
al macuto.
Tus pasos eran como
destellos de luces,
de paz y de esperanza
para ojos que miraban
callados sobre árboles
y tras amarillentos girasoles.
Apegada a tu ropa literal
estaban pedazos de tierras
usurpadas por las manos
crueles de aquellos que
arrebataron alforjas a los
plantadores del pan cotidiano.
Yo siempre estuve a la puerta
vigilando tu rostro como el
ruiseñor a la alheña.
Nunca dejé que cruzarás sólo
las amargas aguas ni las ascuas
de fuego que atravesaron
tus caminos.
Sostuve tus manos con la fuerza
del huracán, humedecí tus labios
con las gotas rodantes que tomé
de las amapolas silvestres,
sequé tus lágrimas con canto
de pájaros e hice que
rejuvenecieras con el vigor
de mi fuerza.
Padre mío, padre mío,
tus palabras me llegaban
como el incendio forestal y
como el dulce de cien colmenas.
El olor de tu cabello flotaba
en colinas, en desiertos, en
valles y por montañas.
Bajo mi blanca almohada
guardé tus consejos.
Ellos duermen conmigo.
El color de las nubes
borrascosas y el estrépito
de las olas contra las peñas
me recuerdan tu nombre,
sonoro y tan alto como la
espada de un gran guerrero.