Buena muchacha, cantarea las mañanas entre sus manos: un día bueno, otro malo. Se acostumbró a la incerteza del baile del mundo y a su color nocturno. Risueña de noche y triste de día, se viste con la prisa y desnuda camina entre sus contrastes.
Aviones hechos de papeles, incendios que buscaban su sitio adrede, en sus postales tachones, gotas de típex y huellas ausentes, impermeables que evitaron la lluvia y océanos de culpa por dejar ahogarse.
Los lodos de sangre le advirtieron. La hicieron sufrir hasta tenderla del cuello. Dejó de respirar intermitentemente, hasta que se dijo de frente que, no hay manos ni garras, ni frío ni calor que ausente la respiración de su vida.
Nada de batallas perdidas, nada fue en vano, todo cumplió el legado prometido. O suicidado: la horca tiende de su propia soga, el mal entra cuando ella le abre la puerta, cuando ella lo soporta, y aunque sus emociones estallen, ella decide el paraje en el que ahogarse o salvarse.
Nada fue en balde. Ella decidió llagarse los pies, ella permitió no decir basta cuando se asomaban las arañas tejiendo silenciosa telaraña alrededor de sus vivas entrañas. Ella dejó atraparse, no lo vio y fue tarde. No, no fue tarde. Nada nunca fue en balde. Ahora reconoce el llanto que se acerca para empaparle. Ahora siente el fuego que se acerca y la abrasa. Ahora conoce las cartas que poco a poco le mostraron los secretos de la vida, cómo acallarla, cómo debe ser hablada.
Y sigue con prisa, a veces reduce de marcha, tira y afloja según lo que haya, ahora juega con los mazos entre las manos, se vuelve ágil y pesada a la vez: la experiencia no dicta el peso, la actitud marca el precio, de los labios, la forma de las manos y el cómo las agarras, cómo volcar los llantos encima de la cama, cómo resolver los sentimientos apretujados entre sus sábanas, y es que la actitud gana la batalla de todo lo que en la vida pasa.