La Historia es una rueda de carreta sumeria
cuyos radios son las manecillas de un reloj
con ribetes de plata que yace detenido desde
que el hombre prueba las mieles de la Hélade.
La Democracia alcanza con Pericles su cima.
Las artes se inaguran para solo repetirse
con el rodar de los segundos, con el mismo
qué, pero con distinto cómo según los gustos
del momento; volvemos a estar rodeados por
los mismos filisteos que poblaron Gaza en
pleno dominio egipcio, que ahora pueblan los
platós de televisión y los espacios mediáticos;
seres que vuelan hasta sus nidos en lo alto de
la montaña enarbolando las banderas de la
ignorancia, que se preconiza por identificar a
una mayoría que se vanagloria de su
incultura.
Es tan poderosa esta cohorte de filisteos que
cualquier criatura virtuosa que, por azar,
recale en sus inmediaciones, se repliega de
verguenza por sentirse extraño, alienado,
diferente e indebido por que su arte no es
apreciable, a menos que se compense con
el vil metal.
Hay filisteos que abominan de cualquier
ejercicio que no sea traducible en pequeños
círculos con valor facial, que suponga
pérdida de tiempo por que el tiempo es
dinero.
¡¡No señores, el tiempo no tiene por qué ser
dinero!!
El tiempo son gotas de agua carbonatada que
se van traduciendo en estalactitas, yertas de
sonrisas imposibles, de vivencias perdidas, de
momentos que no pueden pagarse con una
tarjeta visa, de experiencias que amplían el
conocimiento de uno mismo y el amor a cada
célula de nuestro ser.
El tiempo es amor,
no es converible en
nada que nos limite.
Cuanto más tenemos
más presos seremos.
Lo verdaderamente importante
es lo que no se ve, lo que se siente.