Déjame contarte el secreto, digo
aunque no quisiera romper el celofán
intacto de tu inocencia
no quisiera echar a perder
una caminata a tu lado,
pero debo contarte a sollozos
el porqué de mi actitud a la vida,
de mis pensamientos tristes,
como una tarde de lluvia tenue y silenciosa,
gris y neblinosa. En fin,
da para muchas cosas.
Pudiera pasar por alto
y dejar que la vida sea y vaya por allí,
pudiera cerrar los ojos y que la vorágine
me envuelva lenta, rápida y otra vez
lentamente. Un vaivén de plenitud alcanzada.
Pero, no quiero ser umbral en ruinas,
como conventos y abadías, para lo místico,
para después ver y con fortuna, oír,
desde un montón de piedras,
ecos de historias que nadie lee,
que nadie escucha. Si acaso,
algunos se sentarán en ellas
a descansar el ajetreo turístico,
si se los permiten.
Hay quienes ponen trabas al descanso
contemplativo del pasado espiritual
del hombre religioso.
Déjame contarte, entonces, un secreto,
tan oculto y perturbador,
como, por ejemplo, decirte el lugar
donde el vellocino de oro yace tendido;
el que Jasón salió a buscar
desafiando mares embravecidos,
tormentas feroces, mundos vacíos,
pasajes indómitos y sombríos
en lo más lejano de un planeta herido
y así debe ser este introito,
para mi sosiego. Eso te pido.
Ahora verás, en concreto
¿Cómo era, Dios mío, cómo era?
no, eso es de Juan Ramón Jiménez
... y le conté el secreto.