Ombligos del vasto mundo (1492)
América mía, puede caer la noche y yo decirte
que has resistido más que mis ojos intentando contemplar
la angustia de los horizontes.
Tu rostro de barro recrudece entre los perfumes
de un mártir inglés, forjándote a ser la extranjera.
Yo soy aquel que evoca en
la presencia de los muertos, entre
los vivos un trovador enmudecido.
Yo soy aquel que sufre tu existencia de eterna
oxidada, y que si no fueras una realidad
solo verías la cara de la medalla de
las guerras que nunca han sido ganadas.
De fugitiva pecaste al ocultarte
entre las esquirlas,
al tacto de tus hijos que murieron por la
sed de los esclavos resurgiendo
con su lengua latina.
Cuando mi sureña sepa
gatear, librará sus batallas en ultramar tedioso, y
fogosa de corazón libertino hará de perderse
en lo negro de nuestras velas.
Y las banderas innúmeras se pierden
bajo el pecho de quien ha sabido defenderlas.
En tu nacimiento se te ha atorado en la garganta
un colono que ha reclamado tu patria silenciada, y
es así que te han extirpado los órganos del
potosí,
los rasgos de un indio
fugitivo,
la sangre evaporada de los valles.
Sé que te vas a romper el alma e implorar
que llueven cruces para estas cadenas.
Recoge, con tus altos ojos de las sierras,
esta mirada que recuerda la sangre
esa jaula con la que dormimos la noche,
esos héroes con los que vivimos el día.
Tu presencia, podre de furiosos soles,
solo escucha el puro oído de míticas
campanas al compás de la muerte, que
los besos de la pólvora se
encargaron de hacerla mártir.
Oh, eres tú la extranjera ahora!
Declárate prohibida, que
quiero tenerte aquí como una luna
horadando el agua, danzando en la cofradía
de los charcos.
Y cuando el habla me haya extraviado,
yo habré entonado los versos dulces de estos días,
diciéndole al viento al cantar
que hoy serás una boca entreabierta
y el sueño de una américa libre entre lágrimas.