Es necesario que mi voz rebote
para que su sentido el oído note.
Es necesario que cuando una piel toque,
esa piel agradecida se acerque
para hacerse una, para ser enroque
de torres y reyes que se defienden juntos
de un asedio de hambre y de sed de calor.
Es necesario que dos almas, que mezclan
sus alas cuando se tercia la circunstancia,
beban de la fuente de agua de rosas que
Heliogábalo consumió sin perder de vista
al Dios Invicto, dios que refuerza los
eslabones del destino.
Pero la distancia que sobreviene por azar,
sin que tengamos tiempo de cubrir nuestros
cuerpos de miel , se encarna en Tramontana
que roza las esquinas de las calles recorridas
cuando el Céfiro nos empujaba al cielo para
jugar con las estrellas al escondite.
Es necesario que separemos nuestros cuerpos
para saber si nuestros vínculos soportan el
hielo que escarcha la sangre, sangre que
regaba nuestro huerto, huerto que ayer
rebosaba de membrillo que endulzaba tu
aliento en fragancias ya olvidadas, ya
marchitas del hálito antiguo que ensanchaban
nuestros labios con solo la sospecha de
mirarnos.
Todo se convirtió en mirada indiferente, mirada
sin leña que prenda en ascuas ya convertidas
en ceniza de bares en retirada, bares que lloran
el recuerdo de una víspera embutida en músicas
y risas conservadas en formol con coca-cola.
La lejanía es el rocío de diciembre que se cierne
sobre la lava que discurría impasible por la ladera
de una relación que quedó resumida en fotos en
blanco y negro, que hablaba de guerras entre
tirios y troyanos que perdieron su tiempo.
Dejemos que muera lo que no pudo resistir las
olas de un mar cada vez mayor, mar que rellena la brecha
abismal entre tu Sudamérica y mi África.
Dejémoslo descansar en paz.