Alberto Escobar

Las Rosas de Heliogábalo

 

 

Es necesario que mi voz rebote

para que su sentido el oído note.

Es necesario que cuando una piel toque,

esa piel agradecida se acerque 

para hacerse una, para ser enroque 

de torres y reyes que se defienden juntos

de un asedio de hambre y de sed de calor.

 

Es necesario que dos almas, que mezclan

sus alas cuando se tercia la circunstancia, 

beban de la fuente de agua de rosas que 

Heliogábalo consumió sin perder de vista 

al Dios Invicto, dios que refuerza los

eslabones del destino.

 

Pero la distancia que sobreviene por azar,

sin que tengamos tiempo de cubrir nuestros

cuerpos de miel , se encarna en Tramontana

que roza las esquinas de las calles recorridas

cuando el Céfiro nos empujaba al cielo para 

jugar con las estrellas al escondite.

 

Es necesario que separemos nuestros cuerpos

para saber si nuestros vínculos soportan el

hielo que escarcha la sangre, sangre que

regaba nuestro huerto, huerto que ayer

rebosaba de membrillo que endulzaba tu

aliento en fragancias ya olvidadas, ya

marchitas del hálito antiguo que ensanchaban

nuestros labios con solo la sospecha de

mirarnos.

 

Todo se convirtió en mirada indiferente, mirada

sin leña que prenda en ascuas ya convertidas

en ceniza de bares en retirada, bares que lloran

el recuerdo de una víspera embutida en músicas

y risas conservadas en formol con coca-cola.

 

La lejanía es el rocío de diciembre que se cierne

sobre la lava que discurría impasible por la ladera

de una relación que quedó resumida en fotos en

blanco y negro, que hablaba de guerras entre

tirios y troyanos que perdieron su tiempo. 

 

Dejemos que muera lo que no pudo resistir las

olas de un mar cada vez mayor, mar que rellena la                 brecha

abismal entre tu Sudamérica y mi África.

 

Dejémoslo descansar en paz.