La avivamos y almacenamos
por dentro y por fuera,
anfibiamente la lisonjeamos
desde nuestras veteranas cúspides,
la abrillantamos con estrellas
y con las canas de la añoranza
con afinidad materna
como si la hubiéramos perdido,
aórticamente la reverenciamos,
en los ojos de luz de los niños,
entre los brindis azules de la bohemia,
en los vuelos bonitos de los pájaros,
en los rígidos parques de juguetes oxidados,
en los dulces amados que nos prohíben,
en la risa carioca que nos rasgan,
en los cabellos cadavéricos y aplanchados,
en las bicicletas que aúllan en la chatarra,
y en las cometas enredadas en los alambres;
con excesivo y conchudo temor
la cuidamos de los devotos imitadores,
de los ladrones compulsivos de poemas
de las abolladuras cursivas de la tristeza
de los trapiches despavoridos de la soberbia
y de las putas disciplinas de los algoritmos;
vamos tan, tan, tan de deprisa
que no alcanzamos a saborear las primaveras,
arrojamos el tiempo vivido
al enclenque canasto de la ropa sucia,
demasiadas y exfoliantes obligaciones
demanda la impostora apariencia nuestra,
son más cortos los años
y más grandes cada día los temores,
angustiosos e insulares palpitamos
más muertos que vivos,
pero basta un atisbo extrasolar de la memoria
un cacarear esdrújulo de la imaginación
para que los viejos trompos vuelven a bailar
y las canicas rueden sobre la tierra del alma,
los trenes silban sus festivas nubes de humo,
los amigos gritan nuestro nombre,
disparamos balas que no matan,
nos nacen alas de guacamayo
y somos inocentes otra vez.
JOHN WILLMER