Mi anciana madre,
tan dulce y tierna como el pétalo
de una flor, trabajaba y cuidaba
su familia al compás del reloj,
sin descanso y sin queja.
Por la mañana cantaba mientras
miraba la aurora y cuando
alimentaba las gallinas,
atenta siempre al mundo
de nuestra esperanza.
Aunque en su rostro estaba el
agudo sufrimiento,
la angustia y muchas noches
de desvelo, sus pies forjaron
con valor artesano el sendero
de la felicidad.
Cuando sacudía el trigo,
agotada de sudor, pensaba en
las flores sin agua y en el polvo
intruso de las ventanas.
Pero la fragilidad de mi existencia
se sostuvo anclada en la
inconmovible firmeza de sus ojos.
Así fue siempre hasta el último día.