Ahí estaban esos enormes ojos marrones frente a mi de nuevo,
con sus labios dos, tres, cinco, hasta diez veces más obscuros que el color de su piel.
Miré sus embriagadoras curvas, esos gramos de más en todo su cuerpo me seducían lentamente,
mientras las cubría con holgadas ropas y cremas milagrosas.
¡Era perfecta dios mío! Ella era el milagro tan esperado de las sagradas escrituras.
Llevaba en los labios dulce veneno y en sus pechos rastros de leche materna.
Si tuviera que elegir entre la daga y su boca, ¡Que me apuñale mil veces, señor, por solo un beso y unas cuantas copas!
Me confieso hereje,
...señor...
me considero hereje y ella exquisito pecado,
yo soy hambre y ella pan de trigo,
soy epidemia y ella cura,
¡Somos tal para cual!
la misma sangre roja por nuestras venas,
¡Madre e hijo! ¡Si! ¿Pero acaso no cuenta eso también como amor?
Me confieso enamorado,
me confieso plaga,
me confieso depredador.
Dichoso mi padre que lleno de polen tu cuerpo,
dichoso el milagro de la vida que reside en tu vientre del cual soy ejemplo,
dichosa la muerte que nos separará eternamente por mi culpa.
Me voy, ¡adiós!
adiós madre mía,
mi primer amor,
mi condena eterna...
...adiós mi amor...