Kirsch lamía el chorro de sangre que manaba del vientre de Abbud a la vez que ladraba muy excitado. El pequeño se mantenía firme, inmóvil, rígido como un trabado árbol. Permanecía con los ojos cerrados, los oídos tapados con sus manitas peladas por tremendas quemaduras, y en silencio.
Kirsch, trataba de hacerle reaccionar, pero el pequeño seguía en su mutismo, ni una lagrima derraban sus ojos, ni un gesto de dolor se vislumbraba en su rostros. Eso no hizo abandonar al noble animal que persistía en su empeño de que su amigo le siguiese.
Las gentes corrían de un lado a otro, gritos, llantos, desesperación envolvían la vetusta ciudad. Nada se mantenía en pie, ningún inmueble se había resistido al nuevo ataque, aquellos indiscriminados ataques que llevaban sufriendo desde hacía años, tantos que ya el pueblo no recordaba lo que era vivir en paz.
Un nuevo estruendo llegado del cielo sacó al pequeño de su mutismo, y abrazándose a su perrito comenzó a gemir, un inmenso resplandor envolvió de nuevo el cielo y las gentes aturdidas trataban de refugiarse entre los escombros. Entonces Kirsch empujó al pequeño Abbud hacía el lugar donde hasta hacia unos instantes era su hogar.
No quedaba rastro de su casa, ni de la casa de su abuelo, a donde se dirigía cuando unas enormes aves de acero sobrevolaban el cielo desprendiendo unos enormes huevos que silbaban a la vez que expulsaban inmensas llamaradas y metralla que hacían derrumbar hasta las más solidas murallas de la ciudad a la vez que segaban vidas sin piedad.
Al fin lograron alcanzar un lugar un poco más seguro. El enorme portón del edificio donde Abbud había pasado los pocos años de su existencia les servía de cobijo; así se pudieron librar de las nuevas ráfagas que esparcían sin compasión aquellas malditas aves que seguían circundando el cielo.
Kirsch seguía inquieto, lamía las heridas del pequeño, a la vez daba vueltas entre los escombros olfateando, parecía que trataba de buscar a sus amos, pero Abbud no le ayudaba, parecía estar ausente de lo que le rodeaba.
La noche desplegó todo su encanto ajena al dolor de los habitantes del lugar. Júpiter lucía todo su esplendor intentando competir con la vanidosa Luna que brindaba su embrujo con plenitud.
Bajo el manto del firmamento Kirsch trataba de darle calor al pequeño que tiritaba de frío, pues la noche con el contraste del caluroso día era gélida. Apenas unos leves suspiros salían del débil cuerpecito de Abbud, apenas sus ojitos podían sostenerse abiertos, pero entre parpadeo y parpadeo contemplaba la inmensa bóveda, no sin temor que de nuevo esas enormes aves volviesen a escupir fuego.
El calorcito y los lamidos que su amiguito le ofrecía reconfortaba su decaído estado, por eso el pequeño Abbud abrazándose a Kirsch dejó exhalar un suspiro mientras con entrecortadas palabras clamaba por su madre, pero no halló otra respuesta, salvo los leves aillidos de Kirsch.
El resplandor de Júpiter se quedó clavado en los ojitos de Abbud para siempre y los lastimeros llantos de Kirsch no cesaron durante la fría noche. hasta que unos brazos piadosos recogieron el cuerpo del infante que ya había dejado de temblar, de taparse los oídos y cerrar los ojos al paso de las aves esparcidoras de huevos más que fétidos.
A kilómetros de ese lugar también en la noche se podía contemplar el hermoso Júpiter, ese reluciente planeta que a los pequeños les atrapa con la idea de que puede ser la estrella de los Reyes Magos de Oriente; de Oriente precisamente.
Autora: Luisa Lestón Celorio
Asturias- España
Diciembre 2012
(Relato)