Siempre humilde, sencilla, buena gente y tan amorosa con las pocas personas con las cuales se identificaba. La parquedad fue su escudo, con el cual demostraba lo férreo de su personalidad, con ese contraste hermoso de seriedad auténtica en sus actos, a lo largo de sus ocho décadas de existencia.
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Amante del abrazo fraterno y de la palabra justa y oportuna, no así de fiestas suntuosas ni de grandes y escandalosas reuniones. Así fue su vida, lo entendí siempre. Así fue su muerte, lo entendí después.
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Partió a su viaje eterno un veinticuatro de diciembre, pienso que buscando que su féretro estuviese rodeado de las pocas personas que marcaron su vida.. Y así fue.
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Mientras la ciudad se impregnaba de alegría navideña con la algarabía típica de esas fechas, ella dormida frente a la pocas personas que velaban sus restos mortuorios, se fue para siempre casi que inadvertida, como tal vez lo soñaba.
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La vi amasando sueños
multiplicando sonrisas
sin el menor desmedro
de sus intenciones bonitas.
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Silencios por respuestas
y palabras precisas
eran las flores modestas
de aquella viejita.
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Discreta y parca
amorosa y tierna
fueron de su alma
nobles emblemas.
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Inmerso en su recuerdo
un dolor lacerante
me estruja y lagrimeo,
tan solo al recordarle.
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Con sus pétalos abiertos
la florecita hija del verano,
reina junto al silencio
que le brinda el campo santo.
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Autor: Alejandro J. Díaz Valero
Maracaibo, Venezuela