AUTOFOBIA
(miedo verdaderamente paralizante a estar solo)
La noche estaba muy quieta y la lisa monotonía del agua negra recibía los primeros reflejos del amanecer.
Con el alba nueva las gaviotas comenzaban su vuelo con aburrida pereza, casi inmóviles y casi invisibles en el cielo sin nubes que esperaba al Sol tropical.
Un bote de rescate boyando al garete, sin mapa, sin brújula y sin destino, traía a bordo dos náufragos de “La Isabel”. Un hombre y una rata.
Se movía impulsado al capricho del viento, del mar o al acaso del rumbo de las corrientes.
Marchaban los náufragos al arbitrio antojadizo de las tres incontrolables fuerzas.
Un viejo marinero lusitano y una enorme rata de puerto se miraban en la soledad del mar.
Una violenta y fugaz tempestad, que llegó rápido y furiosa, había destrozado a la nave, retirándose por los pliegues del viento y enviando a la goleta al fondo del mar.
Jamás vería Sol, ni estrella, ni crepúsculo…Ni sentiría brisa o tempestad la balandra “La Isabel”.
La embarcación hundida enfrento la furia de la tormenta, pero su época mejor ya no era actual; y cuando cesó la bravura de la borrasca antillana, el barco había naufragado.
Con la orgullosa dignidad de una vieja dama victoriana, suspiro por última vez, y se fue al fondo para no retornar.
Un náufrago quedó en la popa y el otro en la proa de la chalupa salvavidas, que era un pequeño punto en la inmensidad.
El marinero Juan Yáñez estaba pensativo y de cara al rumbo, sentado en el bote, mientras sus temblores disminuían y se alejaba el comienzo del pánico al saber que no estaba solo…El gran ratón lo acompañaba. La autofobia del hombre era un persistente, anormal e injustificado miedo paralizante a estar en soledad.
La presencia del animal mitigaba su desesperada ansiedad y aunque no fuera de naturaleza humana parecía evitar las temibles garras que destrozaban su alma y llevaban a su cerebro al infierno del horror.
La rata miraba con curiosidad y recelo al marinero desde la proa del bote. Dos extraños náufragos en una pequeña embarcación flotando sin timón y sin bandera por el infinito mar.
Yañez, como viejo navegante, odiaba a las ratas, pero en esta circunstancia la necesitaba y haría todo lo posible para no perderla. Con ella tenía compañía. Su autofobia era incontrolable y lo atormentaba.
Desde los albores de los tiempos, el miedo a estar solo ha venido siempre con los hombres.
Somos seres sociales, pero cuando la necesidad de “otro” se torna en compulsión dramática, la falta de compañía, puede ser causa de una fobia que conduce a un pánico atroz.
El marinero miraba a la rata, pensaba en ella, y la posibilidad de no tenerla lo conducía al paroxismo del pavor, sabiendo de sus consecuencias. Juan Yañez, entre incertidumbre y miedo, vislumbró un extraño sentimiento de confuso cariño por la rata.
El animal no era de su aprecio, pero servía a su interés y esa era la medida de sus acciones.
La rata asimismo miraba al hombre y en lo que podía, que no era mucho, también pensaba.
Estaba consternada, desorientada…Muchos miles de siglos de evolución le informaban en los genes de su código que el hombre no era su amigo.
Pero eso no lo concebía, no lo razonaba, el instinto se lo decía. No confiaba en el marinero, así como no lo hacía con ningún otro humano.
El actuaba de forma muy extraña…Le ofrecía alimentos y no la agredía.
La rata no conocía la palabra autofobia ni ninguna otra palabra.
Pero desde los más profundos pliegues, en las capas más hondas de su cerebro, se le informaba que la conducta del hombre era insólita, desconcertante y atípica…El animal estaba intranquilo, confundido. Y permanecía alerta.
La imaginación vuela por los misterios inescrutables de los caminos más recónditos y siente, que por esas latitudes susurran bajo el Sol caribeño, los viejos fantasmas de corsarios y piratas, de carabelas y de legendarios tesoros.
Y por las noches antillanas rielan las estrellas y la Luna en el agua y vagan entre duendes y etéreas hadas las ánimas nostálgicas de los viejos capitanes.
Cuando el barco de rescate los encontró en la soledad del mar por donde los náufragos bogaban, la realidad hizo lo más natural.
El “pacto” entre hombre y rata se rompió más pronto de lo que había surgido.
El marino sintió el odio de siempre y el desasosiego finalizo en la rata.
Y el mundo siguió andando. Con hombres, con ratas, con mar y con soledad…
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