Yo nací en casa de adobe,
con los cimientos de piedra,
con sus maderos de pino,
y su techumbre de teja.
Por el frente un patio grande,
y al lado una magueyera,
dos palmas de doce metros,
y una puerta de madera.
En el patio había un caballo,
el que ensillaba mi padre,
dos perros y cien gallinas,
las que cuidaba mi madre.
Muy cerca de ahí vivían,
mis abuelos y mis tíos,
uno tenía noventa años,
y el otro cincuenta y siete,
los dos eran campesinos,
estimados por la gente.
El rancho era un poco grande,
y no tenía carretera,
solo tres caminos reales,
y una serie de veredas.
En mi rancho cruza un río,
y sobre el se halla una presa,
muy bravo en tiempo de lluvias,
y oasis en primavera.
La tierra nos daba todo,
semillas carne y belleza,
con sus colinas floridas,
un cielo azul y praderas.
El mundo ahí se encerraba,
en un hábitat tranquilo,
no existía la gente mala,
y que gusto da decirlo.
Se viajaba a la ciudad,
a la ciudad de Morelia,
que se veía tan bonita,
y dios estaba con ella.
Sus fuentes eran preciosas,
y sus calles empedradas,
de sus casas de cantera,
las iglesias se asomaban.
No existía smoke, ruido y falluca,
y muy poca delincuencia,
nada se sabía de guerras,
y de las grandes potencias.
Mi abuelo tenía su biblia,
constitución y revistas,
que leía en sus tiempos libres,
pues era persona lista.
Hoy no queremos leer,
escribir y madrugar,
ay que decir no a las drogas,
al alcohol y a lo inmoral.
Hay que crear un paraíso,
como lo fue tiempo atrás,
como mis sabios abuelos,
y este mundo vivirá.