Se quedó mirando a lo lejos, allá donde el sol parece besar el horizonte antes de despedirse.
Las olas lo arrullaban. Unas tras otras en incansable subseguir. Se confundían con el canto de las gaviotas en vuelo.
El viento acaricia su piel; besaba su barba gris, sus labios y su frente; mientras jugaba travieso con su bufanda.
Aspiró todo el aire posible en sus pulmones, exhalándolo paciente. Sentía una agradable quietud que lo invadía.
Sintió su corazón, aquel noble músculo que bombeaba su sangre. Pausado, rítmico. Noble melodía vital.
Se había quitado los zapatos para sentir la arena fina bajo sus pies desnudos. No importa que fuere invierno, el paisaje era hermoso y el clima no era inclemente. La mar, en esta estación, tiene un aire mágico un tanto nostálgico.
A cierto punto se acostó en la arena y se quedó mirando al cielo. !Qué hermoso era! Un celeste puro e infinito. No había nube alguna que impidiera observarlo en los más mínimos detalles. Quiso poder elevarse y perderse en aquella inmensidad.
Extendió sus brazos como queriendo ceñir todo el universo, perderse en él. Ser viento, ser ola, ser mar inmenso… Ser una mínima partícula del universo que se expande y pierde en el áurea cósmica del sin sentido, de lo inexplicable.
El tiempo pareció detenerse. Extraña sensación la de aquel momento.
Un escalofrío embargó su vientre, ramificándose por su espina dorsal hacia todo su cuerpo.
Ser viento, ser ola, ser mar intenso… fundirse y desaparecer en la bruma junto con la espuma silente que desase el salitre inclemente.
La marea en su crecer, lento lo fue envolviendo, con sus plácidas aguas lo fue cubriendo y en sus entrañas desapareciendo. No más dolor, no más lágrimas, no más desamor o desaliento, solo quietud, sosiego. Fue viento, fue ola, fue mar inmenso, neblina sutil en su noble intento.