Esteban Mario Couceyro

La desaparición de Julio Hernández Prada

 

Julio, un hombre soltero llegando a la cuarentena de años, profesional de la geología, tras recibirse con honores, comenzó a trabajar en importantes empresas mineras y petroleras de distintas partes del mundo.

 

De buen aspecto y mejor nivel de vida, nunca como ahora pensó en el amor, formar una familia, disfrutar del amor y sus ventajas emocionales.

Hijo único, no disponía de familia cercana que compensara su soledad.

Fueron casi veinte años viajando a lugares solitarios, haciendo vida de campamento entre seres distintos, con escasa afinidad emocional.

 

Hoy Julio Hernández Prada, tal es su nombre, cansado de acampar con noches oscuras de infinitas estrellas, obtuvo una cátedra en la universidad y un puesto de investigador en nuevas técnicas de prospección minera.

Esto lo afincó en Buenos Aires, una ciudad que siempre le atrajo, comparándola a la Babel de sus últimos días donde nadie entiende al otro.

 

Alquiló un antiguo departamento, muy parecido al que tenía en París. Gran portal, escalera de mármol y esos misteriosos ascensores de abigarrado hierro forjado, que cuando funcionan dejan ese olor a corriente disipada. Al departamento se llega por un pasillo amplio de techo alto, dónde las luminarias recordaban mejores épocas.

Por dentro el departamento, que alquiló, está amoblado según el estilo art nouveau del edificio, le daba la inquietante sensación de abrir un libro por la mitad y comenzar a leer sin saber del inicio.

 

La sala, con sillas Thonet de raro diseño y unos sillones de tapizado rojo oscuro y raras tallas. En la esquina del ventanal y enfrentado al espejo, un sillón le llamó la atención, de un cuerpo e indubitable estilo oriental, con un tapizado de color azul y detalles dorados, las patas con regatones de bronce simulando garras.

Otra cosa que le llamó la atención, era un espejo enfrentado al sillón, que desde el zócalo llegaba hasta los altos vanos de las puertas.

 

Admirándolo de cerca, supo de su antigüedad, por la profundidad del reflejo, además del gran bisel que lo circundaba. Por debajo, el tiempo venía estragando la pureza del plateado, con raros arabescos que me semejaron el inicio de un camino…

Sentándose, lo miró por un rato y para sus adentros pensó que esa impresión banal de por si, obedecía al intenso cansancio de la mudanza.

 

Por la mañana, despertó desorientado, siempre lo hizo fueron años de pernoctar en los lugares más insólitos. Pasó rápidamente por la sala y acomodó su vestimenta frente al inmenso espejo.

 

Estuvo unos largos instantes, viéndose y no le agradó, la nitidez de la comprensión que observaba, alteró el optimismo con que iniciaba el día.

 

Vio a un hombre fatigado de caminos, con cierto agobio de espaldas y una mano izquierda de imperceptible movimiento, como si no quisiera participar de su ser.

La frente mucho más despejada, alargaba el rostro que supo tener años atrás y el saco apenas le contenía por la cintura.

 

Salió rápidamente y no regresó hasta la noche.

Como había cenado con unos amigos y apenas eran las diez, pretendía relajarse con buena música (eligió algo en Youtube, Concierto Nª 4 de Saint Saêns), una copa de Cogñac y se apoltronó en el sillón oriental.

 

El espejo frente a él, produjo un efecto tranquilizador, como si el espacio fuese infinito, tal como sentía al ver las estrellas en esos desiertos negros en noches absolutamente negras.

Pensaba esto, adormilado cuando una sombra furtiva huye de la lógica del espejo, refugiándose tras los espesos cortinados. Hubiese jurado, que sintió una leve risa de mujer.

Quizá por el cansancio, la bebida o las confusas sombras, solo observó e inmóvil y continuó sumergido en la música.

Con los improntus más fuertes, los cortinados comenzaron a moverse y tras ellos pudo observar una figura blanquecina, poco precisa que parecía danzar.

 

Profundamente fatigado, hizo poco caso de sus visiones y cerrando los ojos creyó dormirse.

Sintió una suave caricia y despertó sobresaltado, alcanzando a ver una hermosa mujer de ojos intensamente azules, que huía a través del espejo, en un revuelo de etéreas telas y encendida cabellera.

Julio, rápidamente se incorporó y fue hasta el espejo y con la mano lo tocó, en busca de la realidad, encontrándose a si mismo desencajado, con la copa en su mano izquierda y ese discreto temblor.

 

Pasaron días obsesivos con horas frente al espejo, la música embotando sus sentidos y no volvió a encontrar esa mujer de cabellos intensamente rojos, de tez pálida y unos ojos azules como el mar que alguna vez vio.

 

Tras dos meses de paciente espera, Julio vistió sus mejores ropas y dispuso la música, una copa y se acomodó en el sillón oriental, observando el brillo de sus zapatos reflejados en el espejo, mientras la luz amarillenta del atardecer abandonaba la escena.

 

En la penumbra, Julio se incorporó y avanzando hacia el espejo, caminó sin detenerse en búsqueda de la mujer de infinitos ojos azules y cabellera rojiza...