Amalia Lateano

LA NIEBLA

La niebla es espesa.
En la estación, sin embargo, el movimiento es continuo.
Las siluetas de los ómnibus se perfilan o adivinan en las distintas plataformas.
La hilera de los pasajeros, con su boleto en la mano, forma una larga serpiente oscura y ambigua que ondula asimétricamente de un lado a otro. Nada es preciso.
La figura de la mujer se desdibuja en la estación. La veo frente a la ventanilla, la bruma la penetra y se amontona en su propio cuerpo. Está vestida de verde. Lleva una cartera de cuero y unos zapatos negros con tacos. Es de estatura mediana, cabellos oscuros y se la ve voluptuosa a pesar de la confusión, que emana de la gente inquieta que va de un lado a otro.
Ella está segura.
La miro desde dentro de la calima, y me parece que sonríe.
Se acerca a un joven flaco y ágil que lleva un piloto verde petróleo, no puedo precisarlo porque se alejan rápidamente.
De puro curioso los sigo. Suben a un colectivo local y se acomodan en un asiento, al final del coche. Son una sola silueta en el abrazo, y los miro desde adelante, parado.
Esta maldita neblina no me deja ver qué hacen con sus manos.
Bajan en un hotelucho de mala muerte que no conozco.
Están tan embobados que no se han dado cuenta que los sigo.
La mujer de la estación está ansiosa, no siente la sombra que la acompaña y se funde en su cuerpo adolescente.
Entran. El muchacho como si hubiese preparado la escena con anterioridad se mete la mano en el bolsillo de la gabardina, y asiente, como diciendo: “Está todo en orden” a un interlocutor imaginario.
No me advierte que me metí en sus venas, que soy con él uno en uno.
Se desnudan, se besan, él es un corcel de estirpe caliente y ella una potranca de piel nacarada, tórrida y sedienta.
Tienen un amor salvaje y bravío. Cuando se agotan con los besos, y él no aguanta un segundo más, saca un preservativo y ella se lo coloca. Él se lo acomoda para mayor seguridad.
Son dos animales que copulan mientras viajo entre la neblina a una senda suave y lechosa. Y me anido como un plumón en el vientre joven.
Ella ha cambiado la mirada que se agudiza en la fragmentada claridad del cuarto antiguo y pobre.
Escudriña cada poro de la piel de su amado y se torna abatida. O es tristeza lo que se dibuja en sus pómulos que sonríen.
Miro su hoyuelo en la mejilla derecha y me parece que se mojó con una lágrima.
El joven__ no me parece tan joven ahora__ está agotado, extenuado y maldice como un energúmeno. El forro se le salió. Y la mira como para destrozarla.
Salen, y él la acompaña, sumergidos en mustio silencio, a la estación de ómnibus.
Surgió el sol y es todo reluciente. Sin embargo ahora puedo ver con claridad la mugre de la estación. Cuánta suciedad, cuánta basura, cuánta porquería encubierta.
Ella sube a un coche de línea, y él se aleja cabizbajo entre la inmundicia desparramada en el piso.
He optado viajar con ella, no quiero que llore...

Hecho el deposito que marca la ley de 11.723.-