Le topé de frente cual si fuera una aparición.
Giré la esquina para entrar en el parque de la Pirotecnia
y me invadió su porte, su presencia imponente, su frondoso
verdor que no raleaba ni desde una mirada cercana y minuciosa.
Me dio un brinco el corazón ante tanta belleza.
Pensé si era concebible tanta lozanía y majestuosidad
en un ser que emergiera de una simple semilla.
No pude por menos de detener el fragor de la lectura que me
copaba toda mi atención para disfrutar de este don
que el destino
me brindaba.
Le contemplé - era una mañana de primavera -como si se tratase de un
cisne negro, de una rara avis
que se me terciara como por arte de
magia.
Detuve mi camino a su lado, acariciando su piel que se hizo sedosa
antaño, seguramente por el roce de otras manos también rendidas
de admiración.
Desde entonces - al menos una vez a la semana- repito el camino de
ida al trabajo para rendirle homenaje, más bien culto, como si fuera
un dios céltico.
Me detengo ante su voluminoso tronco, miro hacia arriba para abarcar toda
su espesura y le acaricio la rama principal que sale hacia la derecha, que tiene
un tacto suave como Platero.