Supongamos que tú estás a mi lado, caminas a mi lado.
Supongamos que no eres ni mi novia, ni mi esposa, ni mi hija,
ni mi amiga.
Supongamos que no eres nadie, pero no dejas de ser tú.
Entonces caminamos por un sendero angosto rodeado
de árboles gigantes, entre la vegetación tupida en donde sólo hay sombras
(no vamos de la mano).
Apenas, de vez en cuando, un rayo de sol se escabulle entre las ramas.
No hay brisa y si la hay no se percibe. A la izquierda, abajo, el río con su
espuma y su rumor constante, al que a veces no deja ver la muralla verde
de la fronda. A la derecha el bosque con sus brazos de madera que trepan
hacia el cielo. En el suelo la hojarasca (la misma del poeta), palos secos, gajos,
cañas entrecruzadas, rastros de animales diminutos. Un rojo se desprende como
una campana tersa y silenciosa.
Y la permanente musicalidad de cientos de aves ocultas con su entonación disímil
y a la vez acompasada. Pequeños grititos, débiles gorjeos que de pronto son
tapados con un estridente trino que se hace eco por allá, más a lo lejos.
Tropiezo con una raíz, casi me caigo. Sonrío. Sonreímos. Qué paradoja, no hace mucho
tropecé con una baldosa saliente en una vereda cerca de casa y la maldije, escapando
de mi boca una serie de improperios dichos por lo bajo. Ahora un hecho similar me saca
una sonrisa. Todo cambia en este ambiente, el aire es otro, puro, vivificante, los aromas son
otros, suaves, amigables, naturales. Todo cambia. Uno cambia.
El cansancio se hace notar después de tanto andar por este caminito de subida y bajadas.
Vuelve el ánimo ante un nuevo espectáculo, tal vez igual que el anterior, tal vez distinto,
pero tan bello como todos. Un claro en la vegetación nos permite admirar el caudaloso río
de andar esmeralda y festones blanquecinos. Al fondo el imponente lago y en su orilla
opuesta, por sobre el manto forestal que asciende, la montaña con su blanquísimo glaciar
besando el azul del infinito. Una lancha que parte seguida por otra que parece su cachorro.
Seguramente que tanta majestuosidad, tanta hermosura, se debe reflejar con más belleza en el iris
de tus ojos. No puedo verlos. Solamente eres mi compañera imaginaria en esta caminata, la que se
sienta a mi lado en el descanso y me sonríe. Y me hace sonreír.
Derechos reservados por Ruben Maldonado.