Será por tu vivienda,
hecha de ruinas y de misterios;
porque rompías la roca
para ganarte un par de medios;
o por tus tirapiedras,
los más famosos de La Loma,
con la mejor horqueta
de la guayaba y duras gomas.
Será por todo esto
que mi memoria se empina a ratos
como tus papalotes,
los invencibles, los más baratos,
y te levanta en peso,
Narciso el Mocho, para ponerte
junto a los elegidos,
los que no caben en la muerte.
El papalote
cae, cae, cae, cae, cae.
Se va a bolina la imaginación.
Buena cuchilla la picó.
Una vez, de tus manos,
un «coronel» salió brillando.
Qué pájaro perfecto:
cuántos colores, qué lindo canto.
Ninguno de nosotros
iba a volarlo, ya se sabía:
era un encargo caro
del que mandaba, del que tenía.
Llevabas en el puño
aquel dinero de la tristeza,
dinero de aguardiente
de El Sol de Cuba, de la cerveza;
y te seguimos todos
a celebrarlo, sucios y locos:
para ti Carta Oro
y caramelos para nosotros.
El papalote
cae, cae, cae, cae, cae.
Se va a bolina la imaginación.
Buena cuchilla la picó.
La gente te chiflaba
cuando en la tarde subías borracho;
tú contestabas piedras
y maldiciones a tus muchachos.
Eras el personaje
de los trajines de tu pueblo;
eras para la gracia,
eras un viejo, eras negro.
Una noche el respeto
bajó y te puso bella corona
―respeto de mortales
que, muerto, al fin te hizo persona.
Pobre del que pensó
―pobre de toda aquella gente―
que el día más importante
de tu existencia fue el de tu muerte.
El papalote
cae, cae, cae, cae, cae.
Se va a bolina la imaginación.
Buena cuchilla la picó.