Conocí a un hombre de alma
inigualable y muy considerada.
Sus pensamientos e
intenciones eran puros como
la blancura de los cielos en
pleno verano.
Jugaba con el viento y sonreía
a los pájaros con el rostro de
un niño alegre, manso y humilde.
En sus manos llevaba el bien,
la compasión y el amor
por los demás.
Sembraba flores y caminaba con
los débiles por los senderos
del sufrimiento.
Trabajó siempre de sol a sol.
Nunca probó el pan sin el
precio del sudor.
En los tiempos oscuros,
su casa sufría los embates
de las lluvias y los
relámpagos desoladores.
Para llegar a su puerta debía
batirse entre el cieno y la mugre.
Su entorno, habitado siempre
por los perros tristes,
fue el abandono de quienes
lo prometieron todo pero que
nunca hicieron nada.
Cuando enfermó,
vagaba por los caminos
sustentado en un rústico bastón
y mirando los senderos como
si ya no quedara esperanza para
él y el mundo.
No conoció la ambición,
la hipocresía y, mucho menos,
la injusticia.
Aunque fue ciudadano ejemplar,
lo condenaron a la privacidad
de la vida tal como Dios manda.
En su día a día lo sustentó
la Providencia.
Sin palabras en mi boca,
yo asistí a su funeral.
Fue una humilde tumba
arropada de maleza y compuesta
por un polvo amarillento
saturado de otros muertos.
Dentro del ataúd,
el de más estrechez entre todos,
fue la primera vez que se vio
sin el ropaje del explotado obrero.
Esa tarde,
todo hubo que hacerlo a prisa.
Nubes amenazantes enviaron
un viento frio y las hojas
corrían desesperadas.
Sobre el lomo de una deslustrada
cruz blanca,
un apellido sin importancia y una
fecha llena de pesares.
Yo vi que murió triste,
solitario y muy abandonado.