“Ella, es un personaje de quimera que nunca deja de edificarse en mi evocación”- dijo el viejo sonriente y complacido.-
Y repitió el renglón en voz alta. Se sintió Manuel Mujica. La mujer lo miró y siguió planchando. Apreciaba sus palabras, porque leía para ella. Pero no entendía nada. Lo escuchaba hablar de esos seres que creaba y que lo rodeaban con vida propia. Los erigía y levantaba cada día como una casa, para demolerlos al día siguiente, en la estufa. Casi siempre reconoció que eran despóticos, como él mismo.
_ Tráeme un café-_vociferó a Chabela. La que dejó la plancha y fue a la cocina.
Volvió y colocó la taza en el escritorio. Regresó al planchado.
Le daban miedo esos fantasmas, interlocutores invisibles que rodeaban como duendes a su marido, y hasta los oía respirar...
Y él siguió:-“Nunca nos amamos con Raquel, pero la necesidad de encontrar un respiro a la rutina nos llevo a lugares donde jamás pensamos estar. Vivía con Chabela, su amiga en el departamento compartido, en Francia, por eso nos encontramos en la playa. Entre nosotros cada desasosiego se volvía placidez. Las tardes de aguardar tendidos sobre la arena, el atardecer, tenía un sabor diferente...Como las luces del teatro donde cantaba su amiga Chabela, la rubia.”
_ Está reloco, pensó la mujer, si no canté nunca en un teatro... Y no conozco Francia…De qué luces habla?
“Una vez,- prosiguió el escritor- el faro se apagó y en la noche todo nos unía… bajo el resplandor de las estrellas, nos besamos.
También caminábamos bajo la lluvia saboreando en cada beso, las gotas saladas del mar. Con ella todo era de color azul, desde el amanecer hasta el anochecer.
Era La libertad. El correr por la playa sin prejuicios, salpicándonos con las olas que se acercaban con timidez a nuestros pies. Entre sus brazos todo era alegría.
Cierto que fue una sorpresa, la primera vez que nos bañamos desnudos en el mar. Y eso fue placentero. Luego, siempre que estábamos solos; porque la inmensidad de las dunas nos cubría, penetrábamos al mar azul, cristalino, transparente, para sentir el agua entre la piel.
Fue allí que la perdí…”
Chabela dejó la plancha y lo miró. Se preguntó: -¿A quién perdió…?
“Me estaba enseñando a leer el sanscrito, (cómo nos reíamos por la interpretación confusa de mis lecciones). Por eso más la extraño: Por los textos que olvidaba, por la sabiduría ancestral que me transmitía.
Jamás habrá otra mujer como Raquel y es hora de olvidarla. De alejarla de mis pensamientos. Esa sirena se quedó en el mar…”
-Chabela se acercó hasta la silla de ruedas, acomodó el cuerpo tullido de su marido. Seguía siendo Chabela, su esposa que nunca conociera Francia, que nunca cantara en un teatro, con quien se casó
hace cuarenta y dos años y con quien tuvo tres hijos.
La misma que no es rubia, la que siempre lo ama.
Amalia Lateano