Nadie acree, aunque se quiebre, las palabras.
Son verdugos, inusuales heridas, testamentos heredados
Que nos van aturdiendo un poco más las rutinas supervivientes.
(No obstante, como cada daño, sabemos:
El victimario es -¡nada más!- un títere de su víctima).
Paralíticamente vivos, atestiguamos los pedazos
De la barca de un Caronte cuantiosamente harto de doblones,
Mientras cosemos en nuestras partituras las marcas
Que, desde allá, aún regresan tierra arriba.
Somos ciegos cantarines, abnegados amantes,
(Siempre queda algo nuestro, como un óbolo dorado,
Que pasa del otro lado, a las tertulias con viejos amigos).
Aún somos, en el fondo, líquido suficiente,
Mirra (t)raída desde el cieno hasta nuestra asma.
Como las volteretas que desnudan al grafito
Y lo dejan flaco, pequeño, colmado de ilusiones,
Quedamos tras dibujar los glifos, con el infinito en los ojos,
(Desgajándonos los hábitos, memoriosos comensales,
Seguros en nuestra íntima incertidumbre).
Más allá de mis manchas, aliadas a la sospecha,
Ontologías, diversiones necesarias
De inventar filas de hormigas
Que atemperan la separación hasta existir
Más que nosotros: Es el pan donde
Me comes y nos unimos,
Este vino que ingiero desde esa copa prestada,
Que quizás guardabas para algún entonces;
(Estirar todo el cosmos hasta tocarte la nariz
Y no cesar de ser zahoríes, subversores de visiones).