Me decido a tararearte todo lo que se te extraña
desde el siglo en que partiste hasta el largo día de hoy.
Me acompaño de guitarra porque yo no sé de cartas
y, además, ya tú conoces que ella va donde yo voy.
Lo único que me consuela es que uso dos almohadas
y que ya no me torturo cuando te hago trasnochar.
Otro alivio es que, en su árbol, los pajaritos del alba
siguen ensayando el coro con que te bienvenirán.
El teléfono persiste en coleccionar absurdos,
embromarme sigue siendo un deporte universal.
Y la puerta está comida donde la ha golpeado el mundo
―cuando menos una buena parte de la humanidad.
El cine de enamorados tuvo un par de buenas vistas,
nuestro cabaret privado sigue activo por su bar.
Se nos sigue desangrando la llave de la cocina,
y yo sigo sin canciones, habiendo necesidad.
Pueden ser casualidades u otras rarezas que pasan,
pero donde quiera que ando todo me conduce a ti.
Especialmente la casa me resulta insoportable
cuando, desde sus rincones, te abalanzas sobre mí.
No exagero si te cuento que le hablo a tu fantasma,
que le solicito agua y hasta el buche de café.
En días graves le he pedido masajes para mi espalda
―los peores ni te cuento, porque no vas a creer.
Hay días que, en tu sacrificio, acaricio tu fantasma,
pero donde iba el delirio no oigo tu respiración.
Siempre termino en lo mismo: asesino tu fantasma
y la diana me sorprende recostado en el balcón.
Ya no sé si lo que digo realmente nos hace falta.
Hoy no es día inteligente y no sé ir más allá.
Pero, cuando puedas, vuelve, porque acecha tu fantasma
jugando a las escondidas y yo estoy muy viejo ya.