No era una chica que dejara poso en la retina.
Los recortes que guardo en mi memoria son la
síncopa táctil del premio que me suponía su
visión espectral.
Rebanaba la sensación de desquiciante desmemoria
por sobre el resquicio que su fragancia dejó en el
aire que me envolvía, era como si el peine del viento
quisiera dejar testimonio de su soberbia.
Esa señora punzante y resabiada llamada \"Seriedad\"
se apoderó de mi semblante apenas despuntaba el
primer bozo sobre mi labio superior.
Se gestaba a fuego lento la pericia de mi primer tártaro,
aquel que atañía al conocimiento del otro sexo, el misterio
que me abordaba por las noches cual ectoplasma satánico.
No pude de ningún modo sustraerme al embrujo de aquel
ser que se me terció una tarde de vuelta a casa, casi
vespertina.
Desde ese instante el Timor Mortis, enarbolado por la caspa
cristiana que proclamaba su influencia desde los altares
dominicales, vino a instalarse en mi casa conciencial para
siempre.
Una tarde me la encontré de frente brincando como una
posesa al conjuro de los juegos que las niñas desarrollaban
con la ayuda de una comba, una suerte de cuerda larga con
asideros al extremo.
Recuerdo que permanecí a buena luz observando las
evoluciones de las chicas que dibujaban palomas soterradas
a mi escasa inteligencia.
Es una de las contadas entrevisiones de mi niñez que guardo
con celo carcelario todavía.