La sangre con que se bordó
fue la misma que brotó de mis mejillas
ante su presencia.
Arrebol dichoso y cándido
llámando a la misa de Pentecostés,
a los fieles reunidos
y a mis ojos a contemplarlo, asfixiándo un suspiro.
Se deslizó hacia el altar.
Le vi como nunca antes,
perdiéndome en el fuego de la seda
en asonancia con aquella piel dulcemente inmaculada.
Ahora sólo queda escuchar
con el rubor ardiendo,
con el párroco de rojo en frente
y con una tonta sonrisa en la cara.