No suelo mirarme al espejo a excepción de las mañanas cuando
mi sueño se despierta. Acomodo mis cabellos, mojo mi cara,
uno o dos estornudos y tres bostezos rezagados que no quieren
despertar. Tanto días, tantas mañanas, imposible bajarse
de las horas que nos transportan hacia el torrente que rebalsa las
represas del entendimiento. Un colibrí entero azul se posa
en el ángulo superior izquierdo de mi espejo, me canta.
Su canto desgrana como una fina llovizna
que humedece mis ojos de recuerdos corriendo por los prados
allí cuando una risa tan conocida gorjeaba y transformaba
el trigo aún verde, en campos de galaxias, de soles verdes
de trinos que recorrían danzando galopando con el viento.
Las campanas de mi reloj sobre mi mesa de trabajo suena
una vez, y otra vez, y otra y otra. El colibrí azul
cambió de esquina en ese espejo que mostraba el fondo
de mi memoria despertándose muy quieta, sacudiendo sus
pequeños abanicos con los que solía acomodar
sus recuerdos en lo profundo de mis pupilas. Desde su nuevo apoyadero el colibrí
retomó su canción , pero ahora, era casi una flauta de pan,
o flauta de caña que desahogaba sus notas graves
invirtiendo los arpegios de las realidades sonoras
en la monotonía del nuevo día. Besé a mi colibrí azul con mis
pupilas cerrándose sobre sus recuerdos espabilados
cantándoles un arrurrú para llevarlos
nuevamente, suavemente, de retorno al sueño,
mientras yo tomaba mi ducha antes de bajar
a mi eterno café y tostadas de una nueva jornada.
(jafsc,14 de febrero 2017. Port-Daniel)