Alberto Escobar

Divina Commedia.

 

 

Siento ya el calor del Infierno rozando mis dedos.
No puedo impedir el impulso de la curiosidad
cuando estoy a punto de saciarla de una vez para 
siempre.

Me hago acompañar en este crucial momento del
magisterio de Virgilio, que desde mis primeros
balbuceos literarios acude presto a mi llamada.
Me adentro en el primer círculo, atónito ante la
visión fantasmagórica de personajes que hollaron
el mismo suelo florentino que me sustenta.

Diviso cual aparición a mi amigo Cavalcanti que
en gloria se merece estar, no concibo su estancia
entre estos fuegos que hielan el espíritu más preciado.
Me dejo conducir por el que paró mientes en uno de
los hitos de la poética de todos los tiempos: La Eneida.

Me deslizo ingrávido de tan ligero por entre la maraña
que entreteje el marasmo del Inframundo, me dejo
arrullar por la síntesis de la Historia que supone este
desfile de almas que significaron tanto y tan poco.
Me paro en este rellano para oír un canto en mi
honor, que me digno escuchar con atención:

 

oh! Admirado amor, Dante
Flor y nata de tu tiempo
fuiste el bardo que elevó
el Stil Nuovo al extremo
de ser santo, seña y norte
de la nueva poesía y cielo
que albergó los regios númenes
que los siglos venideros
sancionarán como reyes
del empíreo y del Leteo.

Quisiste como señora
un ser perfecto, entero,
que atiende a Beatriz,
muriendo en el intento.